Escritos

#MicrorelatoContemporáneo

Al día siguiente ya se había arrepentido: prefería a su amiga en vez de a ella.

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#MicrorelatoContemporáneo

Tuvimos un romance contemporáneo: nos agregamos a Facebook y no nos vimos nunca más.

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Él le gustó y ella a él también. Precavidos, nunca volvieron a hablar.

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El mate y su preparación

Cebando se conoce gente

La primera vez en mi vida que tomé mate no fue con un grupo de estudio en la facultad mediante bizcochos de grasa, ni frente a un fogón en algún viaje de egresados adolescente. No. La primera vez que tomé mate, lo hice en la isla de Manhattan en Nueva York. El mismo fue cebado por la nativa Ema Bayter, al día siguiente de conocerla en Central Park, donde jamás me vino tan bien ser argentino y saber reconocer una bombilla a la distancia.

La tarde en que compartimos el brebaje en su departamento del Upper West Side, me contó que era doctoranda en lenguas originarias por la Universidad de Columbia (véase el siguiente parágrafo para entender cómo la hermosa Ema logró tanto más que sus compañeros de High School) y me habló largamente sobre el asunto, creyendo ver en mi nacionalidad un vínculo inexorable a la infusión. Mientras yo me disponía a luchar con una bebida amarga e inmunda, ella me mostraba su blog de viajes. En cada una de las fotos aparecía compartiendo un mate con distintas personas alrededor del mundo.

En la primera, compartía una bombilla de calabaza junto a los ropajes coloridos de unas cholas bolivianas. Me preguntó si alguna vez había visitado Paraguay. Una pregunta rara dado que Paraguay no era precisamente una de las localidades más elegidas por los jóvenes argentinos de clase media. Ante mi sorpresa, me contó que el mate era de origen guaraní y que ellos lo llamaban “ka’ay”, literalmente “agua de hierba”. Me contó, también, que su consumo se expandió entre los conquistadores en épocas precolombinas y que el nombre “mate” venía del quechua “matí”, que quería decir literalmente “calabaza”, en referencia al envase mismo donde se preparaba. Su pronunciación me sorprendió: le costaba la “rr” del castellano pero no así el uso de la glotis de los vocablos precolombinos. Al no saber ninguna de las cosas que me contaba, confirmaba mi sospecha de lo eurocéntricos que somos los porteños.

En una foto muy graciosa, posaba junto a un grupo de albañiles uruguayos. Cada uno con un termo bajo el brazo de la misma mano con la que sostenían el mate, sonreían saludando a cámara con la otra mano, completamente libre. No chupes tanto el porongo, me dijo divertida. ¿El qué?, dije al tragar, conteniendo un grito de incredulidad. El porongo, repitió, solícita y apuntando a la bombilla. Ah, nosotros le decimos “bombilla”, le dije orgulloso de estar por fin enseñándole algo que no supiera. Pero hasta en el mejor de los casos, los hombres somos ingenuos. Sacándome el mate de la mano y volviendo a cebar, dijo sonriéndose y sin mirarme: Ya sé, pero me divierte decirle porongo.

La última foto era en una estancia patagónica. Se la veía subida a un caballo y pasándole el mate a un chico con el que parecía haber tenido una historia, mientras éste se golpeaba las botas con un taco de polo. Reconozco haber sentido un poco de celos y ella advirtió mi mudez. Al cabo de un rato la yerba se acabó, real y proverbialmente. Así que, llegada la noche, tuvimos que inventarnos una nueva actividad, brindándole a la velada llena de mate un gusto dulce y nada amargo.

Cogito, ergo cebum

Así como muchos recuerdan la primera vez que se emborracharon, yo recuerdo la primera vez que me “pegó” la yerba mate. Digo yerba mate y no “mate” porque la tomé en su versión veraniega, la del tereré, aquella vez que descubrí los asombrosos poderes de esta hierba tan amable para con el estudiante. Me encontraba enfrascado en una lectura difícil, de esas que todos queremos realizar en algún momento pero bueno, uno compra el libro y lo guarda en algún lugar visible soñando con la visita de alguna bonita chica intelectual para mostrárselo inmaculado sobre el estante y contestarle ensayadamente de paso, “Sí, lo leí hace mucho”. Me encontraba, pues, leyendo uno de esos libros cuando de golpe me vi avanzando a un paso considerablemente más acelerado que el normal. Concentrado y comprendiendo todo con tanta facilidad, levanté la vista y vi la explicación: allí frente a mí, estaban el termo chino (alguna vez se rumoreó que los termos chinos metálicos eran tóxicos así que quizás esto colaboró) lleno de jugo instantáneo de pomelo y el mate (también metálico propio del tereré) con la yerba ya seca de tanto que había tomado.

De golpe comprendí a los centenares de estudiantes que había conocido en mi vida de universitario. Cómo se juntaban y se pasaban ese objeto, para mí deleznable en ese entonces. Todos succionando de la misma fuerza vital y, sobre todo, mental. ¿¡Cómo me había permitido rendir exámenes sin ese aliado incondicional que me hubiera ahorrado horas de estudio tanto mejor gastadas en fiestas ahora irrecuperables!? ¿¡Cómo me había presentado a tantos finales sobreexcitado y agotado por el exceso de café en vez de fresco y alerta, listo para contestar todo lo que quisieran arrojar en mi camino!?

Efectivamente, la mateína es un estimulante mucho más amable que la cafeína. Te genera un nivel de concentración altísimo a la vez que un estado de atención y de “estar despierto” que dura mucho más que el que provee la cafeína. Si el café te levanta de un pozo para hacerte caer mucho más profundamente una vez pasado su efecto, la mateína te eleva y te hace flotar atento durante largos ratos para luego aterrizar de a poco y suavemente sobre un colchón de hierbas. Claro que cualquier asiduo tomador de mate jamás sentirá tan visceralmente estos cambios en su psiquis como el virgen de mate que era yo, aquella tarde mágica en la que creí comprender todo “Ser y tiempo” de Heidegger.

Dulce y amargo, como la vida

Pocas bebidas ocasionan más enemistades potenciales que el mate. Para pelearse a causa de cómo se toma el café, uno tiene que encontrarse con un verdadero barista para ser mirado con mala cara al agregarle leche. De manera similar, hace falta un inglés conservador y recalcitrante para ser recriminado por agregarle al té cualquier cosa que no sea leche y azúcar. En fin, situaciones extremas, particulares y concretas.

El mate es otra historia. Las pocas veces que llegué a inmiscuirme en grupos de materos, nunca logré dar en la tecla. En un viaje de amigos, uno de ellos me pidió que lo acompañara a cebar. Accedí de buena gana y ofrecí buscar el azúcar. ¿Qué sos, cagón?, me espetó inmediatamente. Yo, que no me considero especialmente cagón, sólo atiné a contestarle que no mientras bajaba la cabeza y apoyaba el paquete de azúcar sobre la mesada.

Años más tarde, en proceso de cortejar a una señorita una tarde de verano, ya me consideraba preparado para enfrentar una situación semejante. Al desembolsar su kit matero, ella me preguntó con entusiasmo: ¿Lo tomás dulce? ¡Ja, claro que no! ¡Dulce es para la gente idiota!, contesté sagazmente (o así creí). Su boca, dulce como el mate que estaba por preparar, tembló cuando me dijo, Yo lo tomo dulce…

Así, el mate se revela una vez más como eminentemente sabio y transmisor de enseñanzas para la vida. Porque realmente el único veredicto que se puede dictaminar acerca de si el mate se toma amargo o dulce es similar a un consejo de vida muy pragmático: hacé como quieras que siempre habrá alguien en tu contra que te acuse de hacerlo mal.

Nota publicada en La Nube Canning – Número 6

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La infancia y los héroes

Cuando era chico y leía comics, descubrí a Wolverine, el de los X-Men. De entrada me fascinó. Me resultaba increíble. Después, cuando salió la película y lo encarnó ese australiano boludo, lo empecé a detestar. Desde chico soy snob.

Lo que más me gustaba del héroe eran obviamente sus garras. Pero no cuando las usaba en combate sino cuando las usaba en otras situaciones, situaciones más cotidianas. Me acuerdo de un comic en que desprendía una sola de las garras, en vez de las tres que tenía por mano, para abrir una lata de cerveza o coca-cola. Me gustaba esa forma de contener toda su capacidad. De usar sus poderes de manera ingrata, ahora me doy cuenta. Porque él era así: indiferente y desagradecido. Cara de culo y pocas palabras: menos las garras, un espejo de mi persona cuando leía esas comics.

Se la pasaba fumando habanos o, mejor dicho, como tucas de habanos; siempre con una al costado de la boca mientras escupía un monosílabo ante la pregunta de algún héroe compañero. Si hay algo que nunca pude fumar, es un habano. Me dan asco. Pero a él le quedaban bien, canchero.

Tenía un esqueleto de adamantio: un metal inventado por Marvel para agrandar el vocabulario de los preadolescentes y hacerlos participar de un mundo más científicamente ficticio. Saber la palabra adamantio otorgaba poder, tanto en esa época como en ésta.

Lo que sí rescato de la película es un chiste que le hacen a Wolverine en la primera de las X-Men. Cuando él se burla del uniforme que le dan al incorporarlo al grupo, Cíclope le dice:

– ¿Qué preferirías, calzas amarillas?

Exactamente la vestimenta que Wolverine usaba en las comics. Y así como la palabra adamantio, la referencia para entendidos me atrapó no sólo porque me abrió los ojos ante la ridiculez de un musculoso hombre mutante con garras y calzas ajustadas, sino porque apeló de lleno a mi snobismo forjado tan tempranamente por esas comics maravillosas.

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